Abrí los ojos y no veía nada, solo oscuridad, como si de mis ojos emanara. Los cerraba y los abría, pero nada cambiaba. No sabía dónde estaba, no podía mover mis brazos, piernas o alguna parte de mi cuerpo. Parecía muerto, todo mi cuerpo estaba inmovilizado. Se escuchaban ruidos, pero no sabía identificar qué eran. Solo escuchaba cosas pequeñas arrastrándose cerca de mí, posiblemente en mis oídos o en todo mi cuerpo. Olía a carne podrida, no sabía si era la mía o la de alguien más.

Las preguntas inundaban mi mente: ¿Dónde estaba? ¿Por qué no podía moverme? ¿Cómo había llegado a esta situación? ¿Qué situación era? ¿Cuál era mi último recuerdo? Y la más importante de todas, ¿Quién era yo? Intentaba recordar mi último recuerdo, pero solo venía a mi mente el sonido agudo de un respirador y una voz aguda diciendo con pesar “ha muerto”. La conclusión era obvia.

¿Cómo era posible que pudiera seguir consciente? ¿Qué pudiera seguir escuchando y sintiendo? Si estaba muerto, ¿no debería estar en algún lugar diferente o simplemente no existir? Tenía muchas dudas y pocas respuestas. Mi mente daba vueltas y el tiempo se hacía eterno. “Bueno, no es como si tuviera algo importante que hacer”, pensé. Una tenue luz de esperanza surgió: “Se habrán equivocado”, un falso diagnóstico, pero la comezón en mi entrepierna me hacía imposible pensar en eso.

Conforme pasaba el tiempo, mis ojos se habituaban a la oscuridad. Logré identificar que estaba en un ataúd, en mi propio ataúd, con tela aterciopelada blanca. Me di cuenta de que el sonido que escuchaba eran gusanos arrastrándose a mi lado y en mi cuerpo. Sentía cómo esas pequeñas cosas se comían mi apestosa y podrida carne. Era exasperante porque no podía moverme.

El olor de mi carne pudriéndose era insoportable, pero los gusanos comiéndose mis músculos, tendones y articulaciones era insufrible. El dolor era como mil hormigas devorándome, miles de mordeduras sin fin. No podía hacer nada al respecto, ni moverme ni quitarlos. La desesperación carcomía mis nervios. El sonido de los gusanos comiéndome se hacía más fuerte, como el olor putrefacto que entraba por mis fosas nasales. Yo estaba muerto y no podía hacer nada al respecto. Mi cuerpo empezó a expulsar fluidos por mi boca y recto. Era desagradable y asqueroso, y de repente un recuerdo llegó a mi mente.

Un recuerdo me golpeó: yo enterrando un cuerpo en un campo de fútbol, de noche y bajo la lluvia. Mis manos sostenían un cuerpo que apestaba igual que yo. Cerré los ojos para recordar más, pero el recuerdo se esfumó. Quería llorar, gritar, reír, pero no podía hacer nada de eso. No podía aguantar la respiración para morir, ya estaba muerto. No podía dormir, solo podía presenciar lo que le pasaba a mi cuerpo, sentir el dolor y escucharlo, o eso creía.

Un día, dos días, no lo sé, ha pasado tiempo, mucho tiempo. De un momento a otro, un dolor intenso proveniente de mis ojos me invadió. Las sombras fueron devoradas por la oscuridad y de pronto, ya no podía ver. Los gusanos se habían comido mis córneas. El dolor inundaba todo mi ser, ninguna parte de mi cuerpo estaba libre de dolor. Quería gritar, pero no podía. Los gusanos empezaron a comerse mis tímpanos dejándome sordo. Otro recuerdo vino a mí: mis manos con un cuchillo cortando las orejas de una mujer. Nuevamente el recuerdo se esfumó. Los gusanos ya habían llegado a mi cerebro, el sufrimiento era descomunal. Pensaba que esto iba a terminar, eso me consolaba, pero de pronto una voz conocida, la mía, me embriagó: “¿Terminar? Si apenas comienzo.” Esas fueron las palabras que le dije a un hombre mientras lo ataba.

Miraba mis manos atando los pies desnudos de un hombre sentado en una silla. Nuevamente el recuerdo se fue y los gusanos avanzaban por mi cerebelo. Pedía “ya por favor, termina”, esas palabras resonaban en mi mente. Las comencé a repetir como un rezo solemne, disminuyendo el dolor casi hasta desaparecer. De pronto, un grito de una mujer me distrajo de mis rezos. Era otro recuerdo: una mujer desnuda sobre una mesa repitiéndome sin parar una simple suplica “ya por favor, termina”, mientras lloraba desconsoladamente. El dolor insoportable me trajo de vuelta a la realidad. Los gritos de la mujer se esfumaron para darme cuenta de que era yo quien lloraba y suplicaba. Sin poder escapar del dolor ni de quién era, las semanas, los meses pasaron. ¿Cuántas veces he rezado sin respuestas? No lo sé. Apenas y puedo hilar mis pensamientos, las punzantes mordeduras, miles de ellas, sin descanso, avanzaban comiéndome lentamente por dentro. De pronto ya no había recuerdos que me ayudaran a ignorar el dolor, ni palabras, solo un sollozo sin lagrimas, solo había dolor eterno…

Por: I.P.B