LEYENDAS Y MITOS DEL DÍA DE LOS DIFUNTOS
Si bien ya hemos desglosado superficialmente, pero puntualmente, en entregas anteriores sobre el origen de las celebraciones del 31 de octubre (Halloween), 1 y 2 de noviembre, Día de Todos los Santos y Día de los Difuntos, ahora para alimentar el tema, contaremos algunas leyendas nacidas o inspiradas en las mencionadas fechas.
MISA DE MUERTOS
En una localidad de Potosí, Bolivia, el Día de Todos Santos, como es costumbre, la gente va a las casas en las que arman mesas para recibir las almas de los muertos y rezar a cambio de masitas dulces, y como no, bebidas alcohólicas. Es en este ambiente que se desarrolló una peculiar historia. Un borrachín, que había acudido a brindar sus rezos y respetos casa por casa para así poder emborracharse, cumplió perfectamente su plan. Al regresar a su hogar a altas horas de la noche, nuestro protagonista, a quien por esta ocasión llamaremos Juan, debía pasar por el cementerio en su camino de regreso. Juan, sin darse cuenta, entre cánticos y silbidos, llegó a la puerta del cementerio, la cual estaba abierta. En su estado de ebriedad, vio las masitas que había ganado y pensó: «Es harto para mí solo, mejor armaré una mesita aquí para el MUNDO ALMITAS (término usado para referirse al más allá) y para las almitas que no les pusieron mesa». Con la mejor de las intenciones, el agradecido borrachín ingresó al cementerio y buscó un lugar donde colocar y armar su «mesita». Una vez hecha, rezó por las almas; y de pronto, al levantarse, alguien se le acercó y le dijo: «Qué buena obra la suya, amigo. Sabe, hay una misa para los finados en la iglesia ahora mismo, vamos pues». El borrachín le miró y, aun con buenas intenciones, accedió a acompañar al desconocido. Al llegar a la iglesia, que estaba a solo unos pasos del cementerio, se asombró al ver la iglesia abierta a esa hora. Al ingresar, reconoció que la persona que oficiaba la misa era un cura que había fallecido hacía ya varios años. Luego, recién pudo notar que los presentes en la misa eran almas, reconociendo a sus familiares entre ellos. Dio vuelta y vio que la persona que lo guió a la misa era su propio amigo, quien había fallecido meses atrás por causa del alcohol. Otra de las almas se le acercó y le dijo: «Gracias por la mesa, amigo. Por tu desprendimiento, muchos de nosotros estamos alegres ahora, por eso queríamos que participes en misa con nosotros». El incauto escuchó la misa, y al terminar, regresó a su casa y contó a todo el mundo lo sucedido.
EL HOMBRE QUE NO RESPETÓ EL DÍA DE DIFUNTOS
En cierta ocasión, un hombre no respetó el Día de Difuntos. Se trataba de un hombre que no quería perder un solo día de trabajo en su parcela. Así que cuando llegó la fecha de celebrar el Día de Difuntos, se dijo: «No voy a perder mi tiempo en este día, debo ir a trabajar a mi parcela. Cada día debo buscar algo para comer y no voy a gastar mi dinero para esta fiesta, que además me quita mucho tiempo». Así que se fue a trabajar al campo, pero cuando estaba más ocupado, escuchó una voz que salió del monte y le decía: «Hijo, hijo, quiero comer unos tamales (kuatzam)». El hombre se quedó muy sorprendido y pensó que era su imaginación la que le hacía oír cosas. Pero poco después, escuchó claramente otras voces, como de personas que conversaban entre sí y lo llamaban por su nombre. Reflexionó sobre lo que estaba sucediendo y comprendió que eran voces de su padre y familiares difuntos que clamaban por las ofrendas que les había negado. Inmediatamente dejó su trabajo y regresó corriendo a su casa. Ahí le dijo a su mujer que matara unos guajolotes e hiciera unos tamales para ofrendarlos a sus difuntos en el altar familiar. Mientras la mujer trabajaba sin cesar en la cocina preparando las ofrendas, el hombre se acostó a descansar por un rato. Cuando todo quedó listo, la mujer fue a despertar a su esposo. No logró despertarlo, pues el hombre estaba muerto. Aunque había cumplido con lo que pedían sus familiares difuntos, estos de todos modos se lo llevaron.
Es por eso que en la Huasteca se cree que es una forma de complacer y compartir junto con ellos la alegría que se vive en familia. Por eso, nunca se debe dejar de ofrendar a los muertos el 2 de noviembre; se prenden cohetes y bombas para que su ruido espante al demonio; también se encienden velas para que iluminen el camino al difunto. Si a éste le gustaba mucho el aguardiente, por ejemplo, se le debe comprar y poner en el altar para que lo tome. Estos ritos son obligatorios, porque si no se celebran, es muy posible que los muertos se lleven al dueño de la casa.
PERSEGUIDOS POR UN CONDENADO
Esta es una historia que nos llegó desde Potosí, Bolivia, y sucedió el 1 de noviembre. Dice así: “Esto sucedió, no recuerdo bien en qué año, pues aún era muy niño. Vivía con mis abuelos, quienes se dedicaban a la venta e intercambio de productos, por lo cual recorríamos distintos pueblos de la zona en fechas especiales. Una ocasión estábamos en un poblado camino a la localidad de Llallagua, justo era 1 de noviembre. Recuerdo que mi abuelo quería llegar sí o sí al día siguiente para la venta en el cementerio. En la localidad de Bombo, por aquellos años, casi no había autos; es más, nosotros atravesábamos a pie de pueblo en pueblo llevando nuestros productos en burro. Teníamos muy presente que no podíamos realizar nuestras caminatas en la noche, pues se escuchaba mucho sobre espíritus malignos y ladrones que se podían aparecer en el camino. Pero justo el Día de Todos Santos, por ser un día muy productivo para nuestro negocio, mis abuelos se retrasaron, por lo que emprendimos el viaje muy tarde, pasado el mediodía. Debíamos llegar entrada la tarde hasta Bombo, pero no lo lograríamos. Por mala suerte nos agarró la noche, y mi abuelo sentía mucho temor. Mi abuela me dijo que debía empezar a rezar con ella mientras mi abuelo estaba en estado de alerta, rogándole a nuestro burrito que apresurara el paso. Empecé a sentir mucho miedo, pues, a pesar de ser una época de verano, empezó a hacer un frío terrible, por lo cual vi lágrimas en los ojos de mis abuelitos. “NO TE QUEDES CALLADO, LLOKALLA, REZÁ”, me gritó mi abuelo. Sin quererlo, giré la cabeza hacia atrás y vi una inexplicable sombra, así es, una sombra, aún más oscura que el mismo manto de la noche. Recuerdo que el cielo estaba despejado, las estrellas podían verse fulgurar a lo lejos, hasta contarlas si uno quisiera, y pude sentir que el frío venía de aquella sombra que poco a poco se acercaba más a nosotros. En mi mente infantil, creía que se trataba de un ladrón y que mis abuelos podrían hacerle frente, hasta que dos sonidos me inquietaron. El primero se trataba de los ruegos de mi abuelo hacia el cielo para que esa sombra no nos alcanzara. Él decía: «Tatita Dios ama hina kaspa ama condenasqata hap’iwawaychu», que en español sería, “Diosito, por favor, que no nos agarre el condenado». Me asusté aún más cuando pude oír el llanto de la sombra, quien ahora sabía era el famoso Condenado, un llanto que, aun a pesar de ser un anciano, cala en mis oídos como si los estuviera escuchando: «PAPITO, INVÍTAME CARNECITA, HAMBRE TENGO, NO TE VA A DOLER», decía entre sollozos y lágrimas, esa voz ronca y profunda que lograba helar la piel. Empecé a rezar con más fuerza y más asustado. Mis abuelos me montaron en el burro y nos echamos a correr, pues a lo lejos habíamos visto las luces del poblado de Piedras Blancas, pero el horrible ser estaba cada vez más cerca. Pude divisarlo a unos metros, entre quince o veinte metros de nosotros. Ahora su llanto se convirtió en amenaza, pues repetía las mismas palabras, pero dejó de llorar; esta vez gritaba y apresuraba el paso. Ya estando cerca de nosotros, pude ver entre esos gritos, confundidos con nuestros rezos, los horribles dientes amarillos que emitían esas amenazas. Cuando ya estaba cerca de nosotros, por gracia de Dios, apareció de la nada el auto de unos curas que casi atropellan a nuestro burro. Dos curas se bajaron molestos, pero al vernos llorando a los tres, cambiaron sus semblantes, y mi abuela les besaba la mano repitiendo: “¡Gracias, Tatita, gracias!”. Yo les conté a los curas, entre lágrimas, lo que pasó y ellos me dieron chocolates y rezaron por nosotros. Luego le llamaron la atención a mi abuelo, pues no era la primera vez que escuchaban de las fechorías de El Condenado.
JACK O’ LANTERN
La historia comienza con Stingy Jack, o Jack el tacaño en castellano. Era un irlandés bebedor, bastante aprovechado, mala persona, y además, muy astuto. Era tan astuto que consiguió engañar al mismísimo diablo. El diablo apareció para llevárselo, y Jack le pidió una última voluntad antes de que lo llevara con él. Le pidió ir al pub y beberse una última cerveza. El diablo aceptó, y fue al bar. Cuando acabó de beber, Jack, usando su labia, consiguió convencer al diablo para que se transformara en una moneda, para así poder pagar al tabernero. Sorprendido ante tal petición, el demonio se convirtió en moneda y Jack le atrapó metiéndolo en su bolsillo, ya que dentro llevaba un crucifijo. Para liberarse, el diablo le concedió 10 años más de vida a Jack, y él aceptó. Diez años más tarde, Satanás fue a buscar definitivamente a Jack, como parte de su trato. Al reencontrarse con el diablo, Jack le pidió ir a un manzano y tomar una última manzana antes de morir. Jack convenció al demonio y fueron a un bosque. El diablo subió al árbol a recoger una manzana y Jack rodeó todo el árbol de crucifijos, dejando al diablo atrapado. Jack le pidió que su alma nunca pudiera ser tocada por el diablo, y este, para liberarse, aceptó. Jack siguió con su mala vida hasta que un día finalmente murió. Pero cuando fue a entrar al cielo, San Pedro no le dejó entrar, ya que había llevado una vida muy pecaminosa. Al no poder entrar al cielo, y al no poder tocar Satanás su alma, quedó condenado a vagar como un espíritu el resto de su vida. Con un nabo fabricó una linterna para alumbrar su camino, creándose así las jack-o’-lanterns.