Viajé a Cochabamba, la ciudad de la eterna primavera, esperando nuevas y memorables aventuras. Sin embargo, el destino suele ser caprichoso y a veces traicionero. Mi amigo Carlos, dueño de la parrilla más famosa de la ciudad, me había invitado a visitarlo después de varios años sin vernos. Carlos era un tipo alegre y sociable, siempre rodeado de amigos y con una sonrisa cálida en el rostro, pero su mirada profunda ocultaba su verdadera naturaleza: la de un obsesionado asador.

Al llegar a su casa, me recibió con un abrazo cálido y genuino que trajo nostalgia a mis huesos. Sin embargo, un escalofrío recorrió mi espalda al notar la mirada lasciva en sus ojos, algo que jamás le había visto antes. Su esposa María, una mujer hermosa pero de sonrisa misteriosa, nos recibió con un delicioso almuerzo, orgullosa de su habilidad culinaria pero lamentando no igualar la maestría de Carlos en la carne asada. Después de comer, Carlos propuso visitar su restaurante, un lugar elegante pero con detalles inquietantes de estilo gótico barroco en las paredes, que a veces daban la impresión de ser parte de un antiguo templo del Vaticano. Entre ellos, destacaban versos escritos con elegante letra palmera, obra de María. Sin embargo, la zona de la parrilla tenía una decoración más oscura, casi terrorífica. «Sus gustos son verdaderamente tétricos», pensé para mis adentros.

Mientras nos dirigíamos hacia la parrilla, noté que Carlos había cambiado su aura de nostalgia por una oscura y siniestra. Me ofreció probar su famosa carne asada y, al aceptar, me llevó a una habitación en la parte trasera del restaurante. Allí, me mostró un lugar terrible: velas, ganchos de carnicero, vísceras de toda clase esparcidas por las mesas y fotografías de lo que parecían ser sus víctimas, junto a una colección de cabezas en frascos con algún líquido desconocido. Fue entonces cuando comprendí que estaba en grave peligro.

Carlos me sujetó y me inmovilizó mientras María se acercaba con una sonrisa maligna en el rostro. El horror de esas paredes y la lujuria en sus miradas llenaron mi corazón de miedo. Me golpearon repetidamente hasta dejarme casi inconsciente, mientras Carlos se preparaba para cortar mi carne y cocinarla en su parrilla. Me sentí como un animal en el matadero, incapaz de escapar de mi destino fatal. Mi cabeza acabaría en uno de esos frascos y mis miembros colgarían de los ganchos. Entonces perdí el conocimiento, resignada a la muerte y al dolor que me esperaban.

Pero justo cuando todo parecía perdido, desperté en un hospital, confundida y aturdida. Un médico me explicó que me habían encontrado gravemente herida en un callejón y me entregó un papel con un mensaje escrito en letra palmera: «No confíes en Carlos». Fue entonces cuando comprendí que todo había sido parte de un plan siniestro; Carlos había intentado asesinarme para satisfacer sus deseos de carne humana. Aún me estremece recordar la mirada maligna de la persona que escribió aquella nota.

Espero que esta versión corregida y ajustada sea de tu agrado.