Una mañana en un asilo, un anciano canoso se levantó pesadamente de su cama. Sabía lo que le deparaba el día, sabía que sería un día aburrido lleno de saliva, silencio y juegos repetitivos de mesa.

Mientras se rasuraba, no paraba de mirar su reflejo, intentaba no perderse en sus arrugas y canas. Para él, cada una representaba un fragmento de su existencia, de su vida, de sus días gloriosos. Por una milésima de segundo, se sentía orgulloso de sí mismo, pero un golpe sordo en la puerta, el agua cayendo y el filo de la navaja cortando levemente su mejilla, daban final a sus pensamientos de añoranza al pasado.

Su enfermero entró a la habitación después de brindar aquellos golpes que fueron odiados por nuestro abuelo. Él le señaló que era hora de su medicina. Suspiró y, sin protesta, tomó la medicación. Entendía que era una lucha perdida. Mientras la engullía, su enfermero le comentó que un familiar venía a verle.

Pasaban las horas y su emoción crecía. Ansioso de tal visita, se bañó y alistó. No paraba de sonreír, contaba a cada amigo de andadera que alguien lo venía a visitar. De pronto, en la sala común llegó su nieto, a quien no había visto desde que él era un bebé. El anciano le abrazó y besó. Él dijo: ‘No te veo desde que usabas pañales, ahora soy yo quien los usa’.

El nieto parecía no reaccionar ante tanta alegría de su abuelo, ni sus brazos alzaba ante el apretujón. Pero en ese efusivo apapacho, el joven sí hizo algo; el añoso chato lanzó un grito ahogado, bajó la mirada y vio cómo la mano de su nieto empuñaba un cuchillo que lentamente sacaba de sus costillas. Los enfermeros, al ver tal situación, se lanzaron contra el muchacho. Los gritos de los demás ancianos ensordecieron la habitación, pero para el anciano todo era lento, las dudas inundaban su mente. Miró a sus amigos conmocionados, a la enfermera llamando a la policía y, por último, dedicó una mirada con dolor al chico que yacía en el suelo con los enfermeros encima de él.

El abuelo cayó en el suelo frío, cerrando sus ojos esperando lo inevitable, sintiendo cómo su vida se iba de sí; su conciencia se llenó de oscuridad y silencio. Parecía paz, pues por un segundo, él dejó de existir.

En ese vaivén oscuro y confuso, sonó tenuemente un zumbido que poco a poco agarraba intensidad en su conciencia. Su alarma lo situó nuevamente en su cama, pues nuestro abuelo nunca se había levantado ni rasurado. Él despertó con nostalgia y molestia, pues aquella escena que se desvanecía en sus recuerdos no era más que un sueño que se repetía cada noche. Sin poder ponerlo en palabras, solo en su inconsciente conocía el deseo ferviente del fin.

Por: I.P.B